El verano se acerca con toda su
carga de calor y humedad. Mucha gente en el consultorio. Hoy será un día largo,
mejor empiezo o esto será interminable. Abrí la puerta y dije un apellido en
voz alta.
No terminaba nunca de pararse. Treintona,
rubia, pelo a la cintura. Alumbró el lugar con la sonrisa. El botoncito de la
blusa parecía Atlas sosteniendo el mundo, hasta creo que le vi las gotitas de
sudor en la frente. ¿Puedo pasar? Se puso tan cerca que pude percibir el olor
del chicle de menta. De un tirón metió una criatura dentro del consultorio, avanzó
como si yo no existiera y se sentó. Por cierto, se sentaba muy bien.
El pibito, un coloradito pecoso,
se quedó al lado, mirando al piso sin decir palabra. En qué puedo ayudarlos… intenté
decir, cuando el sonido de un chillido de gato al que le pisan la cola me dijo
¡Doctor, el nene no me come! Me quise hacer el gracioso, ¿no te gusta la comida
que te hace mamita? El chico me miró a través del flequillo con expresión de
asesino serial, y la mujer hizo una mueca de desprecio, que hizo que me
sintiera estúpido.
Recuperé la compostura. ¿Cómo te
llamás? Carlitos contestó la madre. ¿Y cuántos años tenés? Mismo chillido de
antes, diez. El pibe miraba al piso como si buscara algo. A simple vista no
parece estar por fuera del peso y altura de chico de su edad… a usted le
parece, yo soy la madre y sé lo que le digo, no tiene el peso y la altura
adecuados. Sentí calor en las sienes, la miré y le sonreí forzadamente. Ahora
su mueca fue de desprecio.
Carlitos, vení, apoyate aquí en
la pared, que con esta regla de la
jirafita quiero medir qué altura tenés. No hace falta, mide un metro treinta y
dos centímetros, uno menos de lo que debiera. El chico ni se movió. Tomé al
chico por los hombros y lo apoyé en la pared y comprobé que el número era
correcto, sin soltarlo lo subí a la balanza. Pesa treinta y un kilos, uno menos
de lo que corresponde, tal como le dije, doctor. Lo que usted tiene que hacer
es recetarle unas buenas vitaminas inyectables así aprende a que tiene que comer
cuando yo le digo y no cuando al ´l se le ocurra. Le clave la mirada como si
fuera a fusilarla, suspiré y no dije nada. Ella sonrío como saboreando una
victoria. El número era correcto, hice que el nene se bajara de la balanza y
sin soltarlo le pedí que me mirara.
El chico levantó la vista casi
con miedo, su expresión ya no tenía la dureza de antes. No lo había notado, era
bellísimo y con unos ojos llenos de niñez. Mamá ya sé que tiene Carlitos, le
hablaba mientras sostenía con fuerza y miraba al pibe. La criatura no puede
comer adecuadamente porque tiene los huevitos tan hinchados que le taparon la
garganta y debe ser contagioso porque yo me siento exactamente igual en este
momento. Se hizo un silencio abrumador y las palabras me quemaron en la boca.
El pibe se me escurrió de entre
los dedos como si fuera un pez, abrió la puerta y salió corriendo del
consultorio mientras lanzaba las más espectaculares carcajadas infantiles que
yo haya escuchado en mi vida. Entre sorprendido y arrepentido, levanté la vista
para mirar a la rubia e intentar pedir disculpas.
Ya se había parado, con la
destreza y velocidad de una gata y en un solo movimiento, me acertó un
cachetazo a pesar de estar ubicada del otro lado del escritorio, me gritó
boludo, agarró la cartera y salió del
consultorio dando un portazo que sonó como un disparo de cañón. Me quedé en
silencio, acariciándome la mejilla enrojecida, mientras que con la otra mano
trataba de reordenar el escritorio.
Ahí lo vi. El botoncito de la
blusa había sido doblegado por el esfuerzo, y fue disparado al destierro. Quedó
justo apoyado en mi bolígrafo. Te juró, vi que, aliviado, me guiñaba un ojo y me sonreía.